Por: Latoya Inés Serna García.
Creo que desde que tengo memoria, desde que apenas era un niño inocente y juguetón entendí o por lo menos la sociedad, mamá y el resto de la familia, me hicieron entender, en medio de risas y charlas, que aquello que deseaba y se alcanzaba a percibir por aquel entonces en mis comportamientos no estaba bien y que debía, tenía, casi la obligación de volverme más machito, más hombre, más serio y menos maricón, pues de esa forma no íbamos a terminar en nada bien. Y digo íbamos, porque luego de más de 30 años yo misma pude entender que indiscutiblemente no he sido yo sola la que ha cambiado, sino que ha sido un proceso de transformación común con quienes decidieron quedarse.
Soy Latoya Inés, mi nombre como aquél que le perteneció a él por más de 20 años, -a él que finalmente es quién nos ha traído hasta aquí- llegó al azar y se fue componiendo en medio de charlas, risas y amaneceres compartidos con ese grupo de amigos y amigas que me regaló la vida y con quienes indiscutiblemente entendí que la libertad era una posibilidad. Desde mucho antes de ser ella cada día, a cada instante, ya era Latoya sin importar cuanta barba tuviera y qué tan rarito me viera para esas épocas en dónde indiscutiblemente ya no me sentía cómodo en la piel. Definitivamente era necesario buscar otras formas para ser y hacer.
El miedo me acompañó por más de 20 años, aún sé que me acompaña, pero ahora es un monstruo que miro de frente mientras camino siendo lo que siempre deseé. No ha sido fácil, y estoy segura de que he sido una afortunada en este proceso de cambiar, de transformarme.
La expectativa de vida para las mujeres trans en Latinoamérica es de 35 años. Los crímenes de odio, los malos procedimientos estéticos y la falta de un acceso justo e igualitario al sistema de salud, tantas veces, termina por exterminarnos mucho antes.
Recuerdo un día, en medio de esas discusiones del hogar, cuando finalmente él tuvo el coraje para revelarse y decir por fin que en la genitalidad tal vez no, pero en el alma y en el ser era una mujer. Hablar por fin de una verdad que se supo siempre a voces y que mamá, en medio de lágrimas, me dijo que no podía ser porque me iban a matar.
Ese día comprendí que como sociedad aún nos falta muchísimo para entender el concepto de la empatía y que esa negación que me había dado mamá durante tantos años, cuando me encontraba jugando con sus vestidos y tacones, cuando no podía ver telita o muñeca mal parqueada porque tome: la loquita gordita y agraciada se adueñaba de ella y el showcito apenas comenzaba en esos tantos momentos incómodos con las visitas cuándo me “pasaba de la raya”; finalmente no tenían sino un inmenso miedo de fondo por la preservación de mi vida, porque quizás el mundo no estaba preparado para tanta hermosura.
Construirme como una mujer trans ha sido toda una aventura, sin duda la más difícil de mi vida, pero a la vez la más valiosa, la más real y feliz aunque en el camino haya tenido que renunciar a muchas cosas. Pero sólo imagina lo lindo de esto, mirarte al espejo y poder, por fin, verte real.
El primer, el reto cero, la gran kryptonita del asunto es la familia ya que a pesar de todo lo difícil que pueda ser, si en casa el amor está por encima de cualquier cosa, ya llevas la mitad del camino ganado. Yo diría que en medio de todo, por ese lado, aquí estoy todavía entre los míos y las mías pero ahora con mis vestidos, yendo a las uñas con mamá, compartiendo el baño con las mujeres y contoneándome hasta descaradamente en vestido de baño de dos piezas, en las fincas familiares y en la terraza los días de sol. Si corres con suerte y no pierdes a la familia, el reto siguiente es volver a caminar tranquila. Si era difícil ser ese hombre homosexual evidente, caminar por la calle cómo mujer trans lo ha sido el doble, ¡Qué digo el doble, el triple!, los primeros días no se imaginan el miedo que me daba, usar el transporte público, volver a esos lugares donde ahora no me conocían, simplemente con ir a la tienda ya estaba llena de preocupación. Creo que esa tranquilidad no la he recuperado, creo que las mujeres trans difícilmente la recuperamos, siento que es más bien un estado de naturalidad que finalmente termina por normalizar las miradas y las voces imprudentes de esos otros, de esas otras.
Luego vino el reto de encontrar la mujer que quería ser, o por lo menos en quién quería trabajar. Romper el mito de que todas las mujeres debemos ser iguales, mamitas de catálogo y además que las mujeres trans debemos ser la misma copia burda y poco pensada por hombres cobardes que sólo nos buscan en las sombras, pero que a diario mueren por nosotras y por eso, sin duda, el trabajo sexual continúa siendo -no voy a discutir si para bien y o para mal-, una de las principales fuentes económicas para las mujeres como yo. Y es justo ahí, en esas relaciones que tejen los afectos, la pasión, relaciones que la mayoría del tiempo se viven en las sombras, de amores escondidos, de besos fugaces que se quedan grabadas en la piel de la penumbra, donde yo, esta humilde servidora siente que ha perdido lo más grande: el derecho a amar y a ser amada.
Y no me las quiero dar de víctima o que digan ‘pobre de’. No creo en los cuentos de hadas y sé muy bien que en las películas de princesas, divorciarnos y odiarnos es lo que viene después del “Y vivieron felices”. Pero a lo que sí quiero ir, es a que me parece sumamente injusto que en este mundo, en este país y en esta ciudad que habito, las mujeres trans y en general los cuerpos en tránsito, sean vistos de lejos, con desdén, con apatía y con esa mirada nublada que nos hace parecer “enrarecidos”. Son esas mismas miradas que hace poco simplemente observaron sin decir ni una sola palabra cómo bajaban de uno de los principales medios de transporte de esta ciudad, que habla y se jacta de su cultura, de forma violenta y humillante a una mujer trans, una igual a mí, entre varios “héroes de la patria”.
Esas son las miradas que aunque digan “yo respeto”, “yo no tengo nada en contra de”, “desde que no se metan conmigo todo bien” y un sin número de cosas más en las que se me iría la vida escribiendo, son las que nos han matado por siglos, las que nos han dejado tiradas en cientos de moteles mientras nos desangramos, las que no nos dejan caminar tranquilas, las que nos violentan, las que nos golpean, las que nunca son capaces de llevarnos a casa o presentarnos a la familia o a los amigos, las que prefieren deshacerse de nosotras para no amarnos, para no “incomodar”. Creo sin duda, que a eso era a lo que se refería mamá.
Y aunque los tiempos han cambiado, para algunos y algunas la situación no ha mejorado de a mucho, los cuerpos en tránsito aún continuamos siendo carne de cañón y la creciente ola de violencia para con las mujeres en general, cada día hace que nuestras vidas corran más peligro. Por eso es necesario gestar un cambio ahora, una transformación que se base en el educar desde el amor y en el permitir y permitirnos entendernos desde nuestras diferencias y diversidades. Tener miradas más abiertas y más respetuosas a la vida, pero sobre todo, entender de una vez por todas que nada justifica la agresión física y mucho menos la pérdida de la vida.
Es un nuestro deber educarnos en lo común y aprender en lo colectivo, necesitamos una sociedad menos sumida en el odio y un estado que vele integralmente por los derechos y el bienestar de todas sus ciudadanías.
Aquí estamos y aquí nos quedaremos porque somos la vida misma, así que es mejor que de una vez por todas nos hagamos más pasito y en las miradas encontremos más amor.